Eufemio
Hacía muchos años -ya no recordaba cuantos- ni siquiera recordaba haberlo hecho, pero en algún momento decidió ser así. Eufemio se convirtió en una de esas personas prácticas, que ahorran palabras y acumulan minutos de eficiencia. Siempre a horario, siempre impecable, obsesivo del orden y la prolijidad.
Entraba a la oficina siempre a la misma hora, tomaba su descanso de cuarenta y cinco minutos (ni uno más, ni uno menos), al finalizar su jornada acomodaba los pocos papeles que no estaban en el lugar correcto y se retiraba a su hogar. Nunca socializó con sus colegas, apenas el intercambio rutinario que obligan las normas de buena conducta y cortesía.
Por las labores que le tocaba realizar en la oficina, tenía varios días libres en los que se dedicaba 100 % a su Hobby. Le gustaba ser chino. Y los días que tenía libre, era chino. Sentía un profundo placer en estar en el cuerpo de una persona con otra forma de pensar, con otra cultura, con otra historia tan distinta a la suya.
El día anterior dejaba todo preparado al pie de la cama, su traje negro con zapatillas blancas de chino, sus libros y periódicos en chino y sus utensilios de cocina chinos. Se levantaba temprano, tomaba un té de infusiones importadas, salía a caminar, conversaba con chinos (en chino por supuesto) dueños de supermercados y restaurantes, leía horas fascinado el periódico con las últimas novedades de su pueblo natal. Conversaba horas y horas con su familia que se hallaba a miles de kilómetros de allí, y al anochecer preparaba Chaw Fan para dormir sin pesadez.
Antes de acostarse volvía a colocar los utensilios de cocina propios, su traje a rayas al pie de la cama, sus zapatos de cuero marrón y sus libros contables, y reemplazaba los cuadros hechos con cáscaras de arroz por las copias de Miró y Picasso.
Repetía esta rutina dos o tres veces por semana, de acuerdo a la cantidad de días libres le tocasen.
Un día le tocó atender en la oficina a Gustavo Liegner, una joven promesa futbolística de la ciudad. Se preguntó cómo sería la vida de estas personas, alejadas de oficinas, papeles, incomodidades diarias, y pensó en modificar su hobby, al menos por esa semana. El día martes, antes de su franco, colocó a la espera, ropa de entrenamiento, botines, camiseta, collares y cadenitas de oro, un reproductor portátil con música de cumbia y adornó su habitación con posters de formaciones clásicas de fútbol y mujeres de escasa ropa.
Al otro día madrugó a las 6:30, preparó su bolso y se dedicó a entrenar toda la mañana. Ese día había programado un partido amistoso, del cual no pudo participar, pues el técnico lo mandó al banco por temor a alguna lesión antes del clásico. Esa noche se acostó agotado, pero antes de hacerlo, acomodó como siempre, sus trajes y su cuarto.
Sintió satisfacción en haber modificado su rutina, y así, sin proponérselo, fue cambiando de vidas. En la oficina, los horarios se hicieron más reducidos, por lo que tenía mayor cantidad de días libres para su pequeño pasatiempo. Vivió como muchas personas en esos meses. Fue gay vestido de cuero líder de una organización de sadomasoquismo, actor, instructor de perros, negro, campeón regional de superpluma, jugador compulsivo y relator hípico.
Un jueves de marzo, se le ocurrió vivir la vida de él mismo, pero siendo una persona completamente contraria en su comportamiento. Esa noche dejó un traje igual al que usaba él todos los días, pero arrugado, manchado. Al pie de la cama colocó un par de zapatos de cuero marrón desgastado, un calcetín azul y otro celeste. Modificó la ubicación de los libros de su biblioteca evitando cualquier criterio de orden. Colocó en una bolsa de residuos todo el contenido de su heladera, dejando allí sólo un pote de mayonesa a punto de vencer y un frasco de pickles.
A la mañana siguiente, comprobó frente al espejo del baño que efectivamente era él, aunque un poco más desalineado. No le prestó atención a su barba de dos días y se marchó hacia el trabajo. Llegó como lo hacía todos los días, aunque esta vez se quedó hablando diez minutos con el guardia de seguridad acerca del culo de una de las secretarias del gerente. Esta charla hizo que se demorara en la entrada, lo cual no le generó el más mínimo remordimiento. El día transcurrió normalmente pero con pequeñas diferencias que denotaban un cambio. Hizo chistes a sus asombrados compañeros, llevó un submarino con medialunas a su escritorio y le colocó azúcar, y atendió a una clienta media hora más de lo debido sólo porque le gustaron sus ojos.
Se sintió cómodo, sonreía y se divertía como nunca lo había imaginado. Se olvidaba de las cosas, se distrajo toda la tarde mirando el reloj esperando que llegaran las seis para rajar a un café. Allí conoció a una mujer con la que se quedó hablando hasta la noche.
A ella le causó simpatía el desorden de su casa, su cama sin hacer y el descuido de las plantas. Esa noche Eufemio olvidó su traje impecable colgado en el armario, sus libros contables quedaron perdidos debajo de la ropa interior de su amante.
Al otro día se despertó con la cabeza de ella durmiendo sobre su pecho. Miró hacia el pie de la cama y descubrió su traje arrugado y sus medias de colores dispares, y sonriendo, decidió no ir a trabajar.
Entraba a la oficina siempre a la misma hora, tomaba su descanso de cuarenta y cinco minutos (ni uno más, ni uno menos), al finalizar su jornada acomodaba los pocos papeles que no estaban en el lugar correcto y se retiraba a su hogar. Nunca socializó con sus colegas, apenas el intercambio rutinario que obligan las normas de buena conducta y cortesía.
Por las labores que le tocaba realizar en la oficina, tenía varios días libres en los que se dedicaba 100 % a su Hobby. Le gustaba ser chino. Y los días que tenía libre, era chino. Sentía un profundo placer en estar en el cuerpo de una persona con otra forma de pensar, con otra cultura, con otra historia tan distinta a la suya.
El día anterior dejaba todo preparado al pie de la cama, su traje negro con zapatillas blancas de chino, sus libros y periódicos en chino y sus utensilios de cocina chinos. Se levantaba temprano, tomaba un té de infusiones importadas, salía a caminar, conversaba con chinos (en chino por supuesto) dueños de supermercados y restaurantes, leía horas fascinado el periódico con las últimas novedades de su pueblo natal. Conversaba horas y horas con su familia que se hallaba a miles de kilómetros de allí, y al anochecer preparaba Chaw Fan para dormir sin pesadez.
Antes de acostarse volvía a colocar los utensilios de cocina propios, su traje a rayas al pie de la cama, sus zapatos de cuero marrón y sus libros contables, y reemplazaba los cuadros hechos con cáscaras de arroz por las copias de Miró y Picasso.
Repetía esta rutina dos o tres veces por semana, de acuerdo a la cantidad de días libres le tocasen.
Un día le tocó atender en la oficina a Gustavo Liegner, una joven promesa futbolística de la ciudad. Se preguntó cómo sería la vida de estas personas, alejadas de oficinas, papeles, incomodidades diarias, y pensó en modificar su hobby, al menos por esa semana. El día martes, antes de su franco, colocó a la espera, ropa de entrenamiento, botines, camiseta, collares y cadenitas de oro, un reproductor portátil con música de cumbia y adornó su habitación con posters de formaciones clásicas de fútbol y mujeres de escasa ropa.
Al otro día madrugó a las 6:30, preparó su bolso y se dedicó a entrenar toda la mañana. Ese día había programado un partido amistoso, del cual no pudo participar, pues el técnico lo mandó al banco por temor a alguna lesión antes del clásico. Esa noche se acostó agotado, pero antes de hacerlo, acomodó como siempre, sus trajes y su cuarto.
Sintió satisfacción en haber modificado su rutina, y así, sin proponérselo, fue cambiando de vidas. En la oficina, los horarios se hicieron más reducidos, por lo que tenía mayor cantidad de días libres para su pequeño pasatiempo. Vivió como muchas personas en esos meses. Fue gay vestido de cuero líder de una organización de sadomasoquismo, actor, instructor de perros, negro, campeón regional de superpluma, jugador compulsivo y relator hípico.
Un jueves de marzo, se le ocurrió vivir la vida de él mismo, pero siendo una persona completamente contraria en su comportamiento. Esa noche dejó un traje igual al que usaba él todos los días, pero arrugado, manchado. Al pie de la cama colocó un par de zapatos de cuero marrón desgastado, un calcetín azul y otro celeste. Modificó la ubicación de los libros de su biblioteca evitando cualquier criterio de orden. Colocó en una bolsa de residuos todo el contenido de su heladera, dejando allí sólo un pote de mayonesa a punto de vencer y un frasco de pickles.
A la mañana siguiente, comprobó frente al espejo del baño que efectivamente era él, aunque un poco más desalineado. No le prestó atención a su barba de dos días y se marchó hacia el trabajo. Llegó como lo hacía todos los días, aunque esta vez se quedó hablando diez minutos con el guardia de seguridad acerca del culo de una de las secretarias del gerente. Esta charla hizo que se demorara en la entrada, lo cual no le generó el más mínimo remordimiento. El día transcurrió normalmente pero con pequeñas diferencias que denotaban un cambio. Hizo chistes a sus asombrados compañeros, llevó un submarino con medialunas a su escritorio y le colocó azúcar, y atendió a una clienta media hora más de lo debido sólo porque le gustaron sus ojos.
Se sintió cómodo, sonreía y se divertía como nunca lo había imaginado. Se olvidaba de las cosas, se distrajo toda la tarde mirando el reloj esperando que llegaran las seis para rajar a un café. Allí conoció a una mujer con la que se quedó hablando hasta la noche.
A ella le causó simpatía el desorden de su casa, su cama sin hacer y el descuido de las plantas. Esa noche Eufemio olvidó su traje impecable colgado en el armario, sus libros contables quedaron perdidos debajo de la ropa interior de su amante.
Al otro día se despertó con la cabeza de ella durmiendo sobre su pecho. Miró hacia el pie de la cama y descubrió su traje arrugado y sus medias de colores dispares, y sonriendo, decidió no ir a trabajar.
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