Personajes
Se puso su remera con la cara de Olmedo sonriente como si aún estuviera aquí. Luego se terminó de vestir, tomó la mochila, bajó las escaleras y salió rumbo a su trabajo. Al cerrar la puerta tuvo la sensación de que se olvidaba algo, pero no le dio importancia.
La cabeza de Juan P. seguía dando vueltas en un vuelo de problemas, seudo soluciones, recuerdos, broncas y un par de chistes malos de los cuales él solo se reía.
Hacía dos meses que los albañiles habían empezado la construcción del piso de arriba de donde vivía y su vida se encontró violentada por el polvo, las nuevas goteras, los cortes de luz y la falta de gas. Al mismo tiempo que intentaba buscar alguna solución, se indignaba por vivir en esas condiciones y sonreía al pensar en su propia imagen sentado en el inodoro con un paraguas para que la gota revolucionaria no le moje el marote.
Inmerso en todo este revuelo personal sólo pudo prestar atención a un vendedor de Hecho en Bs. As. que triste ofrecía su revista. No le fue difícil reconocer las máscaras de la comedia y la tragedia dibujadas en la tapa y el título que decía "Los personajes somos nosotros en otras situaciones". Lo miró a los ojos, sacó un billete del bolsillo y se llevó el ejemplar.
Luego de darle el vuelto se quedó mirándolo. Desde lejos vio como antes de desaparecer de su vista compró unos panes caseros a un vendedor ambulante. Al verlo alejarse, Juan P. recordó un momento a su hijo. A esa altura ya tendría unos 25 años.
Hacía ya muchos años que trataba de encontrarle un rumbo a su vida. Con gran esfuerzo le exigió a su mente repasar todos los trabajos que había tenido en los últimos diez años. El camino se hacía permanentemente más difícil. No había muchas alternativas para una persona de 57 años que no encuentra su camino. Pensando en todo esto se encaminó hacia Florida. A esa hora comenzaban a salir los empleados de las oficinas para el almuerzo y había mayores posibilidades de venta.
Tenía la costumbre de revisar los cestos de basura en busca de algún objeto desvalorado que a él le sirviera. En una esquina vio en uno de los cestos un paquete pequeño. Sin demasiadas expectativas rompió el papel madera que lo cubría. Las piernas le comenzaron a temblar cuando descubrió dentro un fajo enorme de billetes de cien dólares. Miró hacia los costados, lo guardó nerviosamente en el bolsillo interno de su saco descocido, y con el corazón latiéndole a punto de explotar, emprendió rápidamente el camino para su casa.
Diez metros duraron sus pasos cuando lo detuvo un muchacho de unos treinta años. Lo tomó del brazo y le dijo: "Negro, vos sabés que eso no es tuyo, así que dejalo donde estaba porque va a terminar todo mal".
Juan P. trató de mantener su mirada intimidante ante este hombre desconocido. Le había costado mucho esfuerzo reunir todo ese dinero. Sus últimas semanas de vida habían sido un calvario. Se había asegurado que todo salga de acuerdo a lo indicado por los secuestradores. Al ver a ese pordiosero revolver el cesto con el dinero y retirar el paquete, se le heló la sangre. Por un instante pensó que todo estaba sucediendo según lo planeado, pero un golpe de lucidez le hizo darse cuenta de que esa persona estaba fuera de la película que él estaba sufriendo.
Luego de amenazarlo, su brazo tomó decididamente el de aquel hombre. Éste, rápidamente intentó zafarse y con miedo le escupió el rostro. Al cerrar los ojos en acto reflejo sintió un duro golpe en su nariz. Cuando logró reaccionar, el hombre se estaba alejando de prisa, corriendo hacia la avenida. Con la sangre brotando de su cara, Juan P. comenzó a perseguir al hombre. Le gritaba. Su mundo se le desvanecía nuevamente. Sólo pensaba en su hija. Pensaba en ella y corría. En ese momento se cruzó con un muchacho en la esquina que hablaba por su celular y lo identificó.
Habían planeado todo minuciosamente. No podía haber margen de error. Él debía esperar en la esquina hasta que alguien tomara el sobre, pero para ello todavía deberían faltar no menos de cuarenta y cinco minutos. Juan P. sabía que desde esa posición, era poco probable que tenga que participar en el operativo. Se había vestido de jean y camisa para no generar sospechas y evitar así cualquier presencia policíaca en la zona. Desde el celular podía escucharse la voz de su novia, a punto de llanto, terminando con la última discusión entre ellos. Juan P. terminando de acomodar sus pensamientos vio cruzar la calle al mendigo, y detrás al hombre sangrando. Comprendió que era momento de actuar. Comenzó a perseguir al hombre, pistola en mano, advirtiéndole que pare de correr. El hombre no interrumpió su escapatoria y se metió por una calle poco transitada. Juan P. sabía que esa situación le era favorable. Sin titubear, disparó al aire para intimidarlo, pero no hubo respuesta. Estaba a unos cincuenta metros. Desde esa distancia y en movimiento le iba a ser difícil acertarle, pero no dudó.
Antes perderse aquel sujeto en una esquina, Juan P. apuntó su arma y disparó.
Juan P. llegó a doblar antes de que lo alcance el disparo, empujó a un muchacho que venía de prisa pero pensando en cualquier cosa.
La agenda. Juan P. se había olvidado la agenda. Cuando volvió a buscarla, dobló la esquina, un hombre lo apartó de su camino y su remera recibió un impacto. No recordó más. No sufrió más. Olmedo lloraba lágrimas de sangre y su cuerpo cayó inerte sobre el cordón de la vereda. En ese momento, sólo deseó ser otra persona, otro personaje de la historia.
La cabeza de Juan P. seguía dando vueltas en un vuelo de problemas, seudo soluciones, recuerdos, broncas y un par de chistes malos de los cuales él solo se reía.
Hacía dos meses que los albañiles habían empezado la construcción del piso de arriba de donde vivía y su vida se encontró violentada por el polvo, las nuevas goteras, los cortes de luz y la falta de gas. Al mismo tiempo que intentaba buscar alguna solución, se indignaba por vivir en esas condiciones y sonreía al pensar en su propia imagen sentado en el inodoro con un paraguas para que la gota revolucionaria no le moje el marote.
Inmerso en todo este revuelo personal sólo pudo prestar atención a un vendedor de Hecho en Bs. As. que triste ofrecía su revista. No le fue difícil reconocer las máscaras de la comedia y la tragedia dibujadas en la tapa y el título que decía "Los personajes somos nosotros en otras situaciones". Lo miró a los ojos, sacó un billete del bolsillo y se llevó el ejemplar.
Luego de darle el vuelto se quedó mirándolo. Desde lejos vio como antes de desaparecer de su vista compró unos panes caseros a un vendedor ambulante. Al verlo alejarse, Juan P. recordó un momento a su hijo. A esa altura ya tendría unos 25 años.
Hacía ya muchos años que trataba de encontrarle un rumbo a su vida. Con gran esfuerzo le exigió a su mente repasar todos los trabajos que había tenido en los últimos diez años. El camino se hacía permanentemente más difícil. No había muchas alternativas para una persona de 57 años que no encuentra su camino. Pensando en todo esto se encaminó hacia Florida. A esa hora comenzaban a salir los empleados de las oficinas para el almuerzo y había mayores posibilidades de venta.
Tenía la costumbre de revisar los cestos de basura en busca de algún objeto desvalorado que a él le sirviera. En una esquina vio en uno de los cestos un paquete pequeño. Sin demasiadas expectativas rompió el papel madera que lo cubría. Las piernas le comenzaron a temblar cuando descubrió dentro un fajo enorme de billetes de cien dólares. Miró hacia los costados, lo guardó nerviosamente en el bolsillo interno de su saco descocido, y con el corazón latiéndole a punto de explotar, emprendió rápidamente el camino para su casa.
Diez metros duraron sus pasos cuando lo detuvo un muchacho de unos treinta años. Lo tomó del brazo y le dijo: "Negro, vos sabés que eso no es tuyo, así que dejalo donde estaba porque va a terminar todo mal".
Juan P. trató de mantener su mirada intimidante ante este hombre desconocido. Le había costado mucho esfuerzo reunir todo ese dinero. Sus últimas semanas de vida habían sido un calvario. Se había asegurado que todo salga de acuerdo a lo indicado por los secuestradores. Al ver a ese pordiosero revolver el cesto con el dinero y retirar el paquete, se le heló la sangre. Por un instante pensó que todo estaba sucediendo según lo planeado, pero un golpe de lucidez le hizo darse cuenta de que esa persona estaba fuera de la película que él estaba sufriendo.
Luego de amenazarlo, su brazo tomó decididamente el de aquel hombre. Éste, rápidamente intentó zafarse y con miedo le escupió el rostro. Al cerrar los ojos en acto reflejo sintió un duro golpe en su nariz. Cuando logró reaccionar, el hombre se estaba alejando de prisa, corriendo hacia la avenida. Con la sangre brotando de su cara, Juan P. comenzó a perseguir al hombre. Le gritaba. Su mundo se le desvanecía nuevamente. Sólo pensaba en su hija. Pensaba en ella y corría. En ese momento se cruzó con un muchacho en la esquina que hablaba por su celular y lo identificó.
Habían planeado todo minuciosamente. No podía haber margen de error. Él debía esperar en la esquina hasta que alguien tomara el sobre, pero para ello todavía deberían faltar no menos de cuarenta y cinco minutos. Juan P. sabía que desde esa posición, era poco probable que tenga que participar en el operativo. Se había vestido de jean y camisa para no generar sospechas y evitar así cualquier presencia policíaca en la zona. Desde el celular podía escucharse la voz de su novia, a punto de llanto, terminando con la última discusión entre ellos. Juan P. terminando de acomodar sus pensamientos vio cruzar la calle al mendigo, y detrás al hombre sangrando. Comprendió que era momento de actuar. Comenzó a perseguir al hombre, pistola en mano, advirtiéndole que pare de correr. El hombre no interrumpió su escapatoria y se metió por una calle poco transitada. Juan P. sabía que esa situación le era favorable. Sin titubear, disparó al aire para intimidarlo, pero no hubo respuesta. Estaba a unos cincuenta metros. Desde esa distancia y en movimiento le iba a ser difícil acertarle, pero no dudó.
Antes perderse aquel sujeto en una esquina, Juan P. apuntó su arma y disparó.
Juan P. llegó a doblar antes de que lo alcance el disparo, empujó a un muchacho que venía de prisa pero pensando en cualquier cosa.
La agenda. Juan P. se había olvidado la agenda. Cuando volvió a buscarla, dobló la esquina, un hombre lo apartó de su camino y su remera recibió un impacto. No recordó más. No sufrió más. Olmedo lloraba lágrimas de sangre y su cuerpo cayó inerte sobre el cordón de la vereda. En ese momento, sólo deseó ser otra persona, otro personaje de la historia.
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