Palabra
Estaba enamorado de ella desde que descubrió que podía enamorarse. Sólo la vio una semana en su vida pero le bastó para que jamás se le borre de la mente.
Ella nunca le fue indiferente, lo cual era normal dada su forma de sociabilizar. Tenía la particularidad de seducir con una mirada, sin siquiera quererlo, a cualquiera que se le pusiera enfrente. Un brillo que hacía imposible pasarlo por alto mientras se conversaba con ella. Pero él cayó rendido. Perdido. Desde el primer momento que la vió se le arraigó en su corazón y su cabeza, su sonrisa y su mirada.
La vida los separó. Cada uno vivió su mundo. Él siempre recordándola.
Veinte años después, perdido en un vagón de subte, levantó su mirada y la vio. Sentada. Cabizbaja con la mirada en blanco y negro. Por un instante dudó si era la misma persona que él recordaba, por eso la llamó, muy bajito, por su nombre. Ella levantó su ojos y tardó en reconocerlo. Cuando lo hizo fue como si hubieran presionado el botón de "ON" de su sonrisa.
Veinte años esperando reencontrarla. Había planeado cada uno de los posibles encuentros. Rápidamente hizo un chequeo por su memoria para acordarse de lo que debía hacer, pero sólo se le apareció en su cabeza la imagen de ella sonriéndole y mirándolo una semana. Pese a eso, logró sobreponerse a la sorpresa, improvisó unas cuantas palabras precisas y la convenció de tomar un café.
Ella le habló brevemente las cosas que transcurrieron en su vida. De su hija de 5 años. De sus dos divorcios. De su trabajo. De nada más. No tenía mucho que contar. Por el contrario él la dejó fascinada cuando le habló de sus viajes, vivaz, comprometido con el relato, como si estuviera en una película. Saltaba de temas a temas enredándose en detalles que le hacían recordar otra anécdota que la hacía reír. Hablaba con la soltura que le habían dado todos esos años.
El momento mágico comenzó a producirse cuando él confesó que ante cada maravilla que encontraba a su camino, se la imaginaba a ella, sonriendo a su lado y con el brillo que siempre estuvo presente en sus ojos. Lo contaba tan sincero, tan poético, que ella jamás dudo que fuera cierto.
En su entorno, entre sus amigos, ya desde chico, y ella realmente lo recordaba así, fue considerado un soñador empedernido. Un poeta que jamás escribió un verso. Y así, sin proponérselo, entre palabras de halago, entre sonrisas florecientes, entre recuerdos, ella se descubrió más joven. Veinte años más joven. Y el brillo renació. Fue como cuando después de correr todo un día, agobiado, agotado, cansado, uno se sienta en el sillón con una botella de agua refrescante. Ese momento en que a uno le vuelve el alma al cuerpo. A ella le volvió el brillo. Sus ojos, su sonrisa parecieron iluminarse como si jamás hubiera pasado el tiempo.
Él la contempló y, maravillado ante ese momento, no pudo más que callar. Calló. Se le vinieron a la mente los 240 meses en que estuvo planeando este momento y todos coincidían en este punto. Se acercó y le dijo en un susurro: "Hace veinte años que vengo imaginando cómo sería tenerte cerca. Mirarte. Enamorarte. Sentirte aunque sea un momento mía. Si llegase a poder hacerte el amor, aunque tuviera que esperar otros 20 ó 30 ó 40 años más, mi corazón seguiría latiendo con la misma intensidad que lo hace ahora. Luego de eso, ya no tendría más sentido seguir respirando".
Ella lo tomó como un cumplido. Lo miró fijamente unos segundos, y lo besó profundamente ensimismada en un sueño lejano.
Ella nunca le fue indiferente, lo cual era normal dada su forma de sociabilizar. Tenía la particularidad de seducir con una mirada, sin siquiera quererlo, a cualquiera que se le pusiera enfrente. Un brillo que hacía imposible pasarlo por alto mientras se conversaba con ella. Pero él cayó rendido. Perdido. Desde el primer momento que la vió se le arraigó en su corazón y su cabeza, su sonrisa y su mirada.
La vida los separó. Cada uno vivió su mundo. Él siempre recordándola.
Veinte años después, perdido en un vagón de subte, levantó su mirada y la vio. Sentada. Cabizbaja con la mirada en blanco y negro. Por un instante dudó si era la misma persona que él recordaba, por eso la llamó, muy bajito, por su nombre. Ella levantó su ojos y tardó en reconocerlo. Cuando lo hizo fue como si hubieran presionado el botón de "ON" de su sonrisa.
Veinte años esperando reencontrarla. Había planeado cada uno de los posibles encuentros. Rápidamente hizo un chequeo por su memoria para acordarse de lo que debía hacer, pero sólo se le apareció en su cabeza la imagen de ella sonriéndole y mirándolo una semana. Pese a eso, logró sobreponerse a la sorpresa, improvisó unas cuantas palabras precisas y la convenció de tomar un café.
Ella le habló brevemente las cosas que transcurrieron en su vida. De su hija de 5 años. De sus dos divorcios. De su trabajo. De nada más. No tenía mucho que contar. Por el contrario él la dejó fascinada cuando le habló de sus viajes, vivaz, comprometido con el relato, como si estuviera en una película. Saltaba de temas a temas enredándose en detalles que le hacían recordar otra anécdota que la hacía reír. Hablaba con la soltura que le habían dado todos esos años.
El momento mágico comenzó a producirse cuando él confesó que ante cada maravilla que encontraba a su camino, se la imaginaba a ella, sonriendo a su lado y con el brillo que siempre estuvo presente en sus ojos. Lo contaba tan sincero, tan poético, que ella jamás dudo que fuera cierto.
En su entorno, entre sus amigos, ya desde chico, y ella realmente lo recordaba así, fue considerado un soñador empedernido. Un poeta que jamás escribió un verso. Y así, sin proponérselo, entre palabras de halago, entre sonrisas florecientes, entre recuerdos, ella se descubrió más joven. Veinte años más joven. Y el brillo renació. Fue como cuando después de correr todo un día, agobiado, agotado, cansado, uno se sienta en el sillón con una botella de agua refrescante. Ese momento en que a uno le vuelve el alma al cuerpo. A ella le volvió el brillo. Sus ojos, su sonrisa parecieron iluminarse como si jamás hubiera pasado el tiempo.
Él la contempló y, maravillado ante ese momento, no pudo más que callar. Calló. Se le vinieron a la mente los 240 meses en que estuvo planeando este momento y todos coincidían en este punto. Se acercó y le dijo en un susurro: "Hace veinte años que vengo imaginando cómo sería tenerte cerca. Mirarte. Enamorarte. Sentirte aunque sea un momento mía. Si llegase a poder hacerte el amor, aunque tuviera que esperar otros 20 ó 30 ó 40 años más, mi corazón seguiría latiendo con la misma intensidad que lo hace ahora. Luego de eso, ya no tendría más sentido seguir respirando".
Ella lo tomó como un cumplido. Lo miró fijamente unos segundos, y lo besó profundamente ensimismada en un sueño lejano.
Llegó la noche. Él la invitó a su casa. Ella supo que su marido no iba a esperarla. Él la desnudó. Ella aceptó. Se recostaron e hicieron el amor durante horas.
Ella jamás salió del sueño de sus palabras. Jamás escapó, ni se propuso salir de ese lugar mágico al que sus susurros la habían llevado. Se durmió profundamente, con la sonrisa pintada en su rostro.
Para él, en cambio, no fue gran cosa. Él la encontró con movimientos torpes. Sintió la pesadez de los años de ella. Por momentos lo desconcentró una particula de polvo bajo el rayito de luz que entraba por la ventana. Deseó no haber llegado nunca a ese momento. Sintió cierta decepción en comparación a todo lo que había imaginado en su vida.
Pese a todo, quizás para que ella se sintiera halagada, quizás para no faltar a su palabra luego de tantas promesas, tantas y tantas veces en sus soledades, mientras ella aún no respiraba el aire real, se dirigió al baño tranquilamente.
A las 10 de la mañana, ella se levantó y lo encontró en la bañera, con una sonrisa y las venas abiertas.
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