La inexistencia

En mi vida hay un misterio y en su base está el hecho de que yo no nací en Marsella el 4 de Septiembre de 1896, sino que pasaba por ahí, viniendo de otro lado, porque en realidad nunca nací y es por eso que en realidad no puedo morir. Yo puedo decir que no estoy en el mundo, y no se trata de una simple actitud mental. Para los burros médicos-legales se trata de un delirio; para otros de mi poesía; para mí, de algo tan verdadero como un bife con papas fritas.
¿Quién en el seno de ciertas angustias, en el fondo de algunos sueños, no ha percibido la muerte como una sensación rompiente y maravillosa que no puede confundirse con nada en el orden de la mente? Es necesario haber conocido esa creciente de la angustia que aspira, cuyas ondas llegan hasta uno y lo hinchan como mudas de piel con un fuelle insoportable. La angustia que se aproxima y se aleja, cada vez mayor, cada vez más pesada y ahíta. Es el cuerpo mismo que alcanza el límite de su distensión y de sus fuerzas y que, a pesar de todo, debe ir más allá. Es una especie de ventosa posada sobre el alma, con una acritud que corre hasta las fronteras últimas de lo sensible como un vitriolo. Y el alma no tiene siquiera el recurso de romperse. Porque esa distensión misma es falsa. La muerte no se satisface a tan bajo precio. Esa distensión en el orden físico es como la imagen invertida de un encogimiento que debe ocupar la mente sobre toda la extensión del cuerpo viviente.
Acabo de describir una sensación de angustia y sueño, la angustia que se desliza en el sueño, o más o menos como imagino que debe deslizarse la agonía para consumarse en la muerte

Antonin Artaud.
Fallecido en Ivry el 4 de Marzo de 1948. Según los informes oficiales, sentado al pie de la cama, víctima de una autosuministrada sobredosis de Cloral. Según una leyenda, aferrado a un zapato, como un náufrago a la roca.

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