Chispita nocturna

Fue una noche. Yo estaba recostado sobre el pasto de un campo desconocido, tras los alambres de púa, a unos kilómetros de Macachín, provincia de La Pampa. La radio había anunciado durante el día anterior la aparición de un cometa cercano a la constelación de Tauro. Estuve toda la tarde realizando preguntas sobre la constelación, para poder identificarla fácilmente cuando llegara la noche, pero allí en Macachín los lugareños las conocían con otros nombres, como el del "Gallo cantor", "El cuí" o "El cinturón de Facundo". Pese a ello, pude hacerme una idea en base a dibujos sobre un papel de cuál representaba al Tauro. Ellos la llamaban "El caballo de Rosas".

Llegada la medianoche me encontraba internado en medio de la oscuridad, sintiendo el verde húmedo bajo mi espalda, con los ojos mirando el cielo más estrellado que aún recuerde. La ansiedad estaba haciéndome sufrir esperando el momento.

Desde muy pequeño me fascinaron las luces en la oscuridad. Solía contemplar el fuego que encendía mi abuelo simplemente para ver volar las chispitas sobre él. Chispas tan vivas como efímeras. Recuerdo que colocaba mi mano cerca aún conociendo el peligro de quemarme esperando capturar una de ellas en pleno vuelo.

Las estrellas, sin embargo siempre me resultaron aburridas. Estáticas, sin posibilidades de mostrarme algo que no conozca ante un primer vistazo. Fue por eso, que comencé a sentir intriga acerca del cometa. Me fascinaba la idea de poder ver alguna de aquellas estrellas avanzando hacia otros lugares, como cansada de ser siempre parte del mismo dibujo que algún brujo les asignó.

Se hizo la hora anunciada y él apareció; majestuoso ante mis ojos. Desplegando su capa de rey; haciéndose paso entre sus súbditos. Con su caminar ceremonioso y la autoridad que le asignó el cielo, miró despectivamente a la noche. Ella no pudo hacerle frente. Las solemnes estrellas lo contemplaban atónitas. Sólo una de ellas, minúscula, comenzó a danzar alegremente, a romper con esa marcha fúnebre de la que éramos testigos. Su inocencia y su baile infantil hicieron que me olvidara del rey andante.

Durante segundos jugaba a las escondidas, desapareciendo de la vista de todos, y luego se reía con una pegadiza carcajada de quienes la mirábamos. Las estrellas ofendidas, continuaron firmes, haciendo comentarios por lo bajo con voz de búho mientras aquella risa contagiaba mis labios y mis ojos que vánamente intentaban seguirla.

Me animé a acercarme a esa estrella que brillaba tan alegre. Intenté hablarle y decirle lo hermosa que era y lo que alegraba mi noche (mía). Las palabras apenas lograron cruzar mis labios, vergonzosas ante lo imprevisible. La estrella se detuvo, me contempló un segundo, y apagó su luz para que pueda verla mejor.

La luciérnaga se posó en mi mano y permanecimos en silencio los dos contemplando la noche que pasaba dentro de nuestros ojos, iluminándonos de vida mutuamente.

17/Febrero/2009

Bandeja de correos no deseados.

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